La verdad escurridiza
Nuestro modelo de negocio ha triunfado. O al menos eso parece por la reacción de las tribus[1] a las que servimos. Hemos obtenido lo que deseábamos: buen “top of mind”[2], ingresos, rentabilidad y aprecio de nuestros clientes. Traspasamos las fronteras, tenemos miles de fans en Facebook y hacemos apariciones constantes como una marca de “última moda”. Hemos aprovechado la coyuntura del mercado y contamos con una suerte envidiable. Los ejecutivos no se alcanzan para dar entrevistas a todos los medios de comunicación, y su ego crece proporcionalmente al número de palabras que su boca menciona. Nos premian a cada momento: “la mejor marca del año”, “el premio a la responsabilidad social” y el “record de ventas”. Pero, ¿estamos seguros que hacia dentro de la organización todos sienten que las cosas marchan bien?
Muchas veces, los resultados son producto de haber encontrado un espacio no ocupado o haber aprovechado una situación favorable que nadie más ha visto. La rentabilidad, el crecimiento y la fama podrían ser pasajeras. Y cuando el declive comienza (que va a suceder!), el cuestionamiento es porqué no pudimos mantener el ritmo o seguir en lo más alto. El siguiente paso es buscar culpables, deshacerse de ellos y llamar a alguien externo (conocido como consultor o líder salvador). Pero esto no garantiza la recuperación, y muchas veces (más de las que se piensa!) el declive es permanente.
La respuesta no está hacia fuera, sino en lo más íntimo. Hay que investigar esos códigos profundos que nos mueven, y entender como la empresa funciona de verdad. Las sorpresas pueden ser muchas y tan variadas como creencias puedan existir en las personas, pero podemos resumirlas en tres: falta de fe, indiferencia ante el futuro y carencia de bondad.
La fe nos impulsa a creer, a ponernos en manos de algo superior, a saber que NO tenemos el control. En las organizaciones nos invade el escepticismo. Sólo creemos si verificamos que lo que está pasando nos beneficia individualmente; si mejora mi calidad de vida, independientemente de lo que pase con los demás. Es como trabajar en una gran caja que tiene divisiones internas: supuestamente todos empujamos para conseguir el mismo desafío, hasta que no se presentan los primeros problemas; cuando esto pasa, buscamos protegernos en nuestro minúsculo espacio al que hemos denominado “área”. Y la siguiente reacción es la crítica, a la que disfrazamos de “crítica constructiva” para escucharnos interesantes y conciliadores. Esquivamos la responsabilidad hablando (o gritando!) más alto. Hemos “licuado” a la fe; esta se desvanece, desaparece…
Nos vemos como ciudadanos pasajeros. No se pide fidelidad, pero al menos una pisca de compromiso. Al no vernos como protagonistas aparece la indiferencia por el futuro. Todo es momentáneo, en períodos de tiempo contados en horas, días o meses. El horizonte temporal y la visión se nublan. Soñamos con la felicidad, pero no en la empresa. El cambio nos afecta emocionalmente y se ve como un gran enemigo a vencer. Tratamos de adaptarnos a los nuevos paradigmas, pero nuestro sistema inmunológico natural nos lleva de regreso al estatus quo[3], a la rutina y a la zona confortable.
Por último, el individualismo y el egoísmo empresarial nos han conducido a la carencia de bondad. No enseñamos, no nos sacrificamos por el de junto, construimos nuestra pared y nos alejamos de todo. La bondad se ve como tibieza y fragilidad. Se mira como una lejana virtud de “monjes tibetanos”. La agresividad, el guardarse las cosas y sobresalir cuando el otro cae parece la religión de nuestro tiempo.
Lo anterior NO se soluciona con estrategia empresarial. Es un ejercicio de auto-indagación y toma de liderazgo consciente. Lo primero: tener humildad en la prosperidad. Lo segundo: tener humildad en la dificultad. Esta virtud abre el camino a la Fe, nos hace protagonistas frente al futuro; y, nos llena de bondad frente a las necesidades de otros seres humanos.